Tras el depresivo anteriormente colado aquí en el magnifico blog del "menda lerenda", tomad una pastillita de medicina, que me han dicho que está muy bien y que cura algunas heridas XD

 


 

La Ciudad de la Ignorancia

 

 

En la ciudad de la Ignorancia la felicidad era un factor común. Todos sus habitantes caminaban por sus calles conociendo la intrascendencia de sus acciones.

Sin embargo, como sucede en todas las culturas, había gente violenta y cruel, que trataba de romper el duramente trabajado sistema. A estos peligrosos delincuentes se les llamaba generalmente “incrédulos”, “pensantes”, incluso cosas peores, con el mayor desprecio, que no era mucho, que conocían sus conciudadanos. Para aquéllos de éstos que sobrepasaban, más allá de la incomodidad social, los límites de la ciudadanía, había reservado un castigo: la lectura del “libro de las infinitas respuestas”.

Realmente, el titulo de libro era exactamente eso, un título, pues en realidad era poco más que un manuscrito de sesenta hojas sujetas entre sí por una grapa.

No obstante, cumplía su función. Estaba escrito en un lenguaje tan solemne que, cuanto decía, era imposible de rebatir. En sus pocas páginas se debatía el absurdo con tal vehemencia que quien comenzaba a leerlo no podía apartar la mirada de sus páginas.

Cuando recibían la condena, los delincuentes se frotaban las manos pues el título anunciaba lo que ellos buscaban, y tal era el poder del libro que, incluso, una vez inmersos en la lectura seguían alegrándose de su castigo. Esta sensación les duraba después de haberlo finalizado.

Sin embargo, a pesar de la finalidad de reinserción de sus palabras, casi nunca se volvía a ver a ninguno de los condenados. Pocos, tras la lectura, volvían a alcanzar cotas de ignominia suficientes como para ser felices entre los felices. A aquéllos que no se recuperaban les esperaban dos destinos:

El primero, la locura. Un libro capaz de razonar el absurdo destruía psicológicamente a quienes querían entender cada una de sus proposiciones, paseando la mirada con tranquilidad, deleitándose con las palabras, deteniéndose en cada letra. Una vez se había entrado en el pozo no se podía salir. Cada respuesta era la puerta a infinitas preguntas y una incansable sed de conocimientos se fijaba en sus corazones. Desesperados por nueva información despreciaban su vida, y se encerraban en las bibliotecas, multiplicando a cada momento sus dudas, hasta consumir su vida. A estas víctimas del libro se les denominaba “estudiantes perpetuos”.

La alternativa era asumir la ignorancia del sabio, comprender que jamás iban a ser capaces de resolver sus dudas, investigar lo que creían importante, acotar los deseos, encarrilar su sed. Muy pocos alcanzaban esta cota sin caer en la desesperación del estudiante perpetuo; si lo conseguían, se retiraban de la vida pública y se encargaban de regular y legislar la vida de sus conciudadanos. Tenían el conocimiento suficiente como para añadir un párrafo más al libro de las infinitas respuestas.