No consideraba que fuera necesaria la felicidad y había constituido un mundo que giraba alrededor de su sentido del deber y de la calma. No se sentía capaz de amar, ni de desear, siquiera. Todo era explicable en términos de necesidades básicas cubiertas.
Pero el equilibrio era frágil. Le daba para vivir su día a día pero no correspondía con nada más. La base de todo era una promesa que inconsciente, pero conscientemente, había roto. Paradójicamente, la base de su «deber por encima de todo» se sustentaba en una ausencia de deber cumplido. Un día, esa promesa se le vino encima; reconoció la felicidad sólo un instante.
Se le rompió, de todas formas, entre los dedos, pero las piezas, a primera vista, parecían encajar y trató de mantenerlas unidas por presión. No obstante, cuanto más las apretaba, más se le quebraba. Y aquella felicidad no buscada, sustituida por una calma marina, ausente de necesidades, de anhelos, deseos, se le volvió una carencia constante.
Después de huir de ella, la felicidad había vuelto para hacerle daño. Ya no era capaz de dejarla atrás y no lo quería. Se había vuelto su deseo perseguirla hasta rozarla con los dedos pero ella era más rápida. La felicidad, digo.
Para quienes lo leemos con asiduidad cabía esperarlo. Otro artículo de Hernando Cosí, relacionado con Generación Paulo Coelho.
Podemos conseguir que nos la pele a todos (todo), Hernando Cosí
Se me puede tachar de tardón, de ordinario y de falta de corazón pero, desde luego, no de faltar a mi palabra y, como dije que haría, hoy voy a hablar del efecto eslogan. Y voy a hablar hoy porque, como cuenta el dicho popular, se me llevan los demonios. Vivimos en una generación de idiotas felicistas. Para muestra, un botón:
¿Os ha emocionado? Destila puro orgullo español, todos adalides contra las tristezas que nos han sobrevenido. Agarra de los cojones y aprieta bien fuerte, donde duele. Pero no estamos hablando sólo de un anuncio, es una tendencia general en la que estamos inmersos. Y no es algo natural; es dirigido.
Tomo como referencia un libro: “un mundo feliz”. Es una novela que no, pero que sí. Que no porque carece de fuerza artística; que sí porque, en perspectiva, hace una correcta lectura de muchas circunstancias que ahora mismo nos engullen. Frente a “1984” (una novela que sí, pero que no), nos sitúa frente a una sociedad estática y estratificada en la que los individuos no se sienten oprimidos, son felices, con la simple ayuda de la “soma”, una droga que limpia la conciencia de preocupaciones dando como resultado una manada de corderos amansados.
Sólo se equivocó en la forma en que se administraría la droga. En su texto, proponía una droga química patrocinada por el gobierno; no pudo prever que, de facto, el gobierno careciera de poder ni que lo sintético fuera superado por lo psicológico (en este aspecto, le gana la mano la novela de Orwell).
Partimos de una serie de perogrulladas:
-el dinero es la verdadera fuente de poder.
-existen multinacionales que mueven fortunas superiores al PIB de muchos estados.
-las multinacionales se exhiben ante los consumidores a través de los medios de comunicación.
-el pueblo siente que sus gustos le identifican y configuran (“Yo soy de Macinthos, ¿tú eres de Window?”; Yo soy de Lacoste, ¿tú eres de Polo?).
Y, así, nos encontramos con que a través del mundo de la publicidad se inmiscuyen en nuestras vidas de continuo y, al cabo, cobran sus víctimas. Puede, incluso, que no estemos hablando de una identificación consciente, sino de algo más peligroso: adoptar el estilo de vida que es promulgado sin atender a la realidad que nos rodea.
Y aquí, retomo el anuncio (igual que podría retomar otros como los de Coca-Cola) para hablar de la anestesia social de los eslóganes felicistas. La cuestión no es si podemos optar a ser felices bajo cualquier circunstancia vital, que es aceptable, sino si este optar por la felicidad es una práctica voluntaria o inducida. La presión que ejerce la empresa sobre el ciudadano a través de los medios es una forma de perpetuarse en el poder, de mantener controlado al pueblo que compra los productos, de adiestrarnos para obviar el mal que ocurre y centrarnos en los detalles que nada pueden aportarnos para realizarnos como personas.
Sucede que me cansa escuchar a la gente resignada a sufrir injusticias, quejicosa pero estoica; hierática ante lo que las empresas finalmente ejercen sobre ella (al fin, éstas son quienes financian los partidos que ellos votan y no sólo, pues también hacen controles más directos), mientras que son incapaces de salir a la calle para pelear por un momento por sus derechos.
En estas circunstancias, cientos de ciudadanos del mundo (un poco más oprimidos, un poco más pobres, un poco más indefensos) bombean a las redes sociales (ejemplo paradigmático) mensajes de servilismo existencial: hay que ser felices a pesar de todo; sonríe aunque todo se haga cuesta arriba…
Y al final, lo que cuenta es que no importa lo frustradas que estén las expectativas de esas personas. Los fragmentitos de aceptación que se venden cada día van calando en el espíritu y se convierten en una forma positiva de ver una vida que nos están desgraciando. Y aceptarla. Pero ya se sabe: gente contenta, gente en venta.
Por cierto: ¡Yo soy ESPAÑOL, ESPAÑOL, ESPAÑOL!…y sucesivos.
Antes de comenzar a escribir este artículo me retracto y pido disculpas, sobre todo en lo que respecta al título. Porque la generación de la que hablo, además, ni siquiera es la suya sino la mía y quizá le ajustaran más otras consignas como “generación de la filosofía coca-cola” o del eslogan vacío.
No obstante, creo que la elección es acertada en tanto que facilita la comprensión del contenido del ensayo y, más allá, porque me gusta cómo suena (y quienes me hayan oído sabrán que me gusta mucho).
Vivimos una época en que todo el mundo lee y, sin embargo, encontramos incultura en todas partes. Y es que leer no sirve de nada si lo que se lee no ayuda a reflexionar (o, al menos, a corregir la ortografía). La gente lee en internet y, entre otras noticias, la siguiente:
“Leemos, como mucho, textos de seiscientas palabras. Después perdemos la concentración”. Seiscientas. ¡Seiscientas! Eso es una página de Word. Más precisamente, una página de Word a espacio 1,15 en Times New Roman de tamaño 11. En una página de Word, una persona debe ser capaz de razonar y alcanzar conclusiones lógicas y meditadas sobre por qué Cristiano está triste o por qué hemos entrado en una crisis financiera con grandes paralelismos con la de la Gran Depresión de 1929 y que podemos hacer nosotros para no hundirnos con todo el equipo y reflexionar sobre si es una buena oportunidad para dar un enfoque ético y ecológico a la política económica. Por poner un par de ejemplos al azar.
Parece obvio que no hay cabida para un pensamiento sosegado y profundo; como mucho para bombardear con datos y cruzar los dedos para que el lector que acceda al texto tenga capacidad suficiente para hilar él solo los argumentos. Y, en este mundo acelerado, aparecen dos rasgos sintomáticos: los aforismos y los microrrelatos.
No tengo nada en contra de ambos formatos, no en particular contra ninguno. Dicen, respectivamente, una amiga y un amigo (las citas no son literales):
-“el aforismo puede hacerte crecer por dentro cuando lo dotas de sentido”.
-“el microrrelato insinúa más que afirma y hace que el lector cree su propia historia”.
Preciosas afirmaciones, pero creo que ingenuas. Porque son ciertas en un determinado contexto: cuando caen en manos de gente cultivada que tiene la capacidad de extraer del texto su información y unirla con el bagaje personal, enriqueciéndola. Pero en cualquier otra mano sólo puede despertar pensamientos vagos y anodinos.
Una generación acostumbrada a textos burdos de seiscientas palabras será incapaz de aprovechar en lo más nimio lo que un buen aforismo o un microrrelato de calidad sea capaz de aportar.
Y aquí es donde el autor superficial cobra su sentido. La literatura de entretenimiento tiene un papel: entretener (y no formar intelectualmente). Y es un papel digno siempre y cuando no intente traspasar sus propias fronteras. Pero que en una generación hayan calado lemas superficiales como filosofía de vida (no hay más que rastrear las largas cadenas de emails o los muros del facebook, incluido el mío) nos habla del nivel intelectivo de la, probablemente, generación más leída de la historia.
Ya en otro momento me detendré a hablar de “sobre qué” versan estos lemas y su importancia como abortivos de ideas (o, quizá, análogamente, como “píldoras del día después” del pensamiento). Contra la crisis: vida interior, felicidad y sonrisas.
Y ya no me queda espacio para mucho más.
Quinientas ochenta y cuatro palabras. Por si acaso.
En mi apariencia de felicidad existe un sueño que se rasga y desgañita, un lecho de flores que no perfuman los sentidos y el armazón descompuesto de tu olvido.
En mi apariencia de felicidad aún duermen los leones, grita el mono y chilla el niño, y un poeta sin espíritu derrama un tintero sobre el manuscrito no acabado.
En mi apariencia de felicidad la novia mira al altar sin su sonrisa, y quema el vodka gargantas desangradas y escupe el viejo en la comida de su amigo.
Arráncame de esta apariencia de felicidad blasfema, que ya no domino y que me controla, que enciende sonrisas linaje de Judas, que finge olvidar el deseo de tu alcoba.
Y si, tras ella, se escapan mis sueños, constrúyeme redes que me los devuelvan , con grandes vacíos para que se queden tan sólo aquellos que valen la pena.