Lo escrito, escrito está

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Hola a todos. Sé que ando un poco perdido últimamente, pero la realidad a veces necesita un poco de atención. No obstante, quería compartirles el link para mi libro, que fue publicado el 24 de mayo de 2023 (sí, he tardado más de una semana en subirlo al blog, así soy, así sí soy…).

Les mando muchos besitos

Se puede adquirir en Amazon, por si gustan… https://www.amazon.es/ESCRITO-EST%C3%81-IGNACIO-PE%C3%91%C3%8DN-FERN%C3%81NDEZ/dp/B0C63RYCKS

Lo ajeno

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Destilar violencia
no exige un jarabe especial.
Necesita sólo una pasión obsesiva
por el detalle críptico,
por aquello que no se percibe
con el primer golpe de ojos.

No aceptar los malos gestos
como algo ingenuo
ni justificar la iniquidad del cobarde,
excusándolo en su pasado, su circunstancia,
en la presión social;

hay que remover la moralidad
como si fuera un vaso canopo
repleto de estiércol.
Desenmarañar la envidia, las amarguras,
la xenofobia... que anidan
en las entrañas del otro.

A veces, usaremos un telescopio
y, otras tantas, un espejo
que acuda al pasado.
Esto exige valentía, pues es definitivo
que el abismo hará eco.

Al hallarnos en ese mondongo humano,
debemos establecer una norma inquebrantable
que nos permita caminar en el fango
sin hundirnos en él,
sin confundirnos con él,
sin convertirnos en él.

Podremos, entonces, destilar una violencia
digna, pura, justa.
Una violencia que nos rezume,
pero no incomode.
Una violencia dentro de la virtud.

Cuando esta violencia sublime nos colme,
podremos amarla.
Podremos abrazarla y fundirnos con ella.
Ya no hará falta que la dominemos
porque seremos iguales.
Ella y yo.
Nosotros.

Vacíos iridiscentes

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Seas tallada
o seas tus personas,
te quiero ausente.

Quiero que sea la noche tibia
quien me bañe
en el icor de tus fuentes.

Que nadie recite tus leyendas
a oídos que las escuchen.
No quiero nadie que oiga.

Quiero resonar en tus plazas
al eco de mis tacones,
quiero abrazar tu silencio.

Quiero que una retirada a tiempo
no deje sabor a derrota
por bajas irresponsables,

que un caballo que se desboque
no halle brida que lo retenga.
Y, por holgura, no arrolle.

Pero,
si te da por calcular tus muertos
y encuentras repletas tus calles,

si al lamerte las, otrora,
heridas, la costra aún te sabe a sangre
y el grito de tus muchachos

colapsa tus hospitales, recuérdate
que el agua desde tu arteria
debe ser heraldo amable;

ha de traer en su cuenca
de callados manantiales
una forma de inteligencia.

Guárdate de conciencias exacerbadas
y mentes hechas de baches,
aléjate de tus claustros

donde multitudes se aglomeran
al son y so los misales.
Que recen ellos, tú piensa.

Y piénsate en la distancia.
Piénsate a cubierto
a salvo tras las trincheras

que cavan tus propios miembros
dejándose jirones en el camino
a fin de dejarlo libre.

Reinvéntate en quien se realzó
de sus esquirlas de colores
e hizo parches de su piel.

Sé parte de quienes te rinden servicio
de quienes te quisieron a salvo;
de tu marabunta silente.

Déjame, a mí, tu campo abierto
y que mis pies no hallen mella
humana ni algarabía.

Quiero llenarme de ausencias
entre tus quicios y columnas;
quiero limpiarme en tu espita.

Quiero, cuando cruce tu umbral
y horade de nuevo las calles,
ser una sombra desdibujada:

que refulja ese brillo improbable,
llenarme de ausencias radiantes;
de vacíos indispensables.

Querétaro, 6 de septiembre de 2020 (Recogida en Antología Queretana), en el contexto de la pandemia de COVID-19.

Conformarse

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Conformarse es un daño que no duele;
ahí, radica su peligro.
El dolor es una alarma testigo
de lo por venir y, en su ausencia,
sentimos que la esterilidad es fortuna
y, el silencio, recompensa.

Se conforma quien recibe algún placebo:
plácemes que son fingidos, 
sueños a cambio de un sueldo,
legalidad por justicia
o un amor de compromiso.

Conformarse es un daño que no duele;
conformarse es la alienación del consentido,
ser cerval al enemigo,
es rendición desarmada,
es cobardía sin castigo.

Cualquiera es capaz de hacer
recuento de los caídos;
para lamer las heridas,
contamos con nuestro instinto.

El daño de conformarse está en permanecer 
estoico en lo vacío.

(Uno de esos textos extraviados y recuperados. 31 de marzo de 2019)

Los muertos no tienen memoria

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No lo había visto en dos años. Habíamos compartido aula durante los años de primaria. No todos, porque llegó al finalizar el segundo ciclo, pero pertenecía a mi grupo de amigos. Tampoco era el más íntimo porque cuando somos niños no sabemos discriminar la amistad por compatibilidades, sino que lo hacemos por el tiempo compartido. Un par de años, en aquella época, son toda una vida. O casi. Pero ahora, con treinta y cinco años, ya formaba una parte integral de mi pasado. En secundaria, volvió a marcharse; creo que su padre era diplomático. Pero volvimos a coincidir, casualmente, en la universidad. Solo una clase, una optativa, pero fue suficiente para retomar el contacto. Físicamente, no había cambiado nada, tenía los ojos despiertos y su barba nunca dejó de ser más que una sombra incipiente. El pelo lacio, no demasiado largo, no demasiado peinado. Como si hubiera dejado de crecer.

Intermitentemente, nos habíamos vuelto a ver. No con mucha frecuencia, es cierto, pero de cuando en cuando, lo invitaba a reuniones con amigos. Se lo presenté a mis compañeros de universidad, volvió a encontrarse con los de la escuela.

Ludovic. Ludovic Smiljanovic. Sinceramente, nunca supe cómo se escribía hasta que vi su esquela. No suelo leer el periódico. No al menos el de verdad, el de papel. En Internet las noticias son más superficiales y menos íntimas. Pero el martes fui al asilo a visitar a mi padre. En una de sus siestas ojeé el diario y me paré en los obituarios. Rece una oración por su alma, recuerdo que ponía. Nada más. Ni sus familiares lo lloran, ni lo invitan a una misa por su salvación eterna. Sólo su nombre, su edad y su alma. En la esquina inferior izquierda. Ludo había muerto y ni siquiera sabía cómo. Lo primero que me pasó por la cabeza es que, si no lo hubiera leído, quizá no me habría enterado jamás. Quizá, no; lo más probable es que nunca lo hubiera sabido. Le habría llamado, en dos o tres años, y nadie habría respondido a su teléfono o quizá una voz extraña. Su número habría saltado a otro cliente sin dejar siquiera el recado: el número al que llama pertenecía a su amigo muerto.

¿Amigo? Puede que la palabra le quede demasiado grande. Demasiado intensa. Ludo era un compañero, una compañía agradable. Y prescindible. Cuando la vida prescindió de él, nada debía cambiar. Sólo el azar me llevó a percatarme de su ausencia. Me lo contó la tinta. Y una visita imprevista. Y el aburrimiento. El aburrimiento me apercibió de que Ludovic había muerto. El aburrimiento me proporcionó un tema de conversación y algo de pena. Reflexionando, más de lo primero que de lo segundo. Aunque, de conversación en conversación, la pena fue creciendo. Sin embargo, no fue por Ludo.

Llamé a Eduardo. Ni siquiera fue el primer tema de conversación. Quedamos para unas cervezas. Era casi verano y a las terrazas ya las bañaba un sol tibio hasta casi la noche. Hablamos de fútbol, de política. Eduardo se había hecho vegano.

-¿Quién?

-Ludo.

-No me suena.

Tampoco era importante. Eduardo sólo lo habría visto un par de veces. Traté de refrescarle la memoria, pero fue infructuoso. ¿Cuántas palabras podrían haber intercambiado en mi trigésimo segundo cumpleaños? Sólo confiaba en que su nombre hubiera quedado grabado. Ludo, el rey del juego; sonrisitas Smile; Ludovic, el extranjero, en primaria; Ludovico, rey visigodo en la clase de historia. Yo no podía olvidarlo. Al hablar con Eduardo, recordé sus motes y cómo surgieron.

Sí habían hablado, le recordé. Fue el quien le llamó ludo. Fuimos al casino y Ludo fue el único que salió con beneficios. Pocos, claro, nadie se enriquece apostando. ¡Cómo le iba a fallar su nombre, si ludo estaba hecho para ganar a cualquier cosa! Nos invitó a las siguientes cervezas, pero Eduardo tampoco recordaba aquello. Fingió o la memoria le brilló por un instante para decirme que sí. Un último atisbo de Ludovic.

La charla se fue apagando. Ya no hubo espacio para él. Me fui a mi casa, tremendamente afectado, pero respondía con carcajadas a las risas de Eduardo. Las mismas risas que Ludovic y yo nos habíamos echado una última noche, unos pocos días más tarde, mientras me contaba sus planes. De estos, no recordaba nada. Me pregunté si los habría cumplido y si eso tenía alguna relevancia en ese momento. Llegué a la conclusión de que no, eso no importaba. Lo que importaba, en ese momento, era diferente. ¿Hace cuánto que no veía a Eduardo? ¿Cuándo le volvería a ver? ¿Seguirá siendo vegano el día que no lo vea?

De todas las amistades a quien pregunté, ninguna se acordó de Ludovic. Síes postizos adornaron un océano de noes. Ludovic era importante para mí sólo porque yo lo recordaba. ¿Se habría acordado de mí Ludovic alguna vez antes de morir? La verdad, eso tampoco importaba ahora. Hay muertos de los que nadie se acuerda y, al final, los muertos tampoco tienen memoria.

Viejos hechizos

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–¡María! ¡Mi carcaj!

La desesperación inundaba su voz, pero no tenía tiempo para dudas.

-María, ¡mi carcaj!

-¿Qué pasa con tu carcaj?

-¿Dónde está? No lo encuentro.

-Se lo diste a tu hijo hace quince años.

-¿Que yo se lo…

-Cuando le nombraron guardabosques del rey.

-Le nombraron guarda… -repitió para sí, tratando de recordar. Aunque no tan intensamente, el hechizo ladrón de memoria también le había hecho mella- ¡Ah, ya! Maldita sea.

-¿Qué pasó? -preguntó María, pero el arquero tenía la mirada en un punto indefinido y no le prestó atención- ¿Daniel?

-Dime

-¿Qué pasó?

-Maldita sea, necesito ese carcaj…

-¿Por qué?

-Alquyn nos ha llamado para que comencemos una búsqueda.

-¿Alquyn? Lleva muerto siete años…

-Lo sé, ¿no es sorprendente? Esta noche se me presentó en un sueño.

-Por eso llevas desde la mañana acelerado.

-¿Cómo no estarlo? Hace años que no me embarco en una aventura.

-¿Te embarcas? Ni se te ocurra salir de esta casa. Te ganaste la jubilación con creces. Apenas recuerdas qué desayunaste y piensas que estás en condiciones de ir a pelear con orcos, con goblins y vete a saber qué cosas más.

-Gnolls. Esta vez son gnolls.

-No te puedo creer…

-El viejo rey Gnoll ha vuelto.

-Ese anciano loco.

-Es necesario, tiene una gema poderosa…

-…que deshará la maldición que recae sobre…

-…los habitantes del cementerio de Yrhia. ¿Cómo lo supiste?

-Siempre hay una gema, una maldición y un ser poderoso que quiere controlar el mundo. Ya no estás en condiciones, Daniel. Ni ese gnoll tampoco. Voy a hablar con él.

-¿¡Qué dices, María!?

-Seguro que es más razonable que tú.

-¿Y cómo lo vas a encontrar?

-De verdad, tu memoria está francamente mal. ¡Vive a tres puertas de aquí!

-¿Cómo es eso posible?

-También se jubiló. Hace tres años. Pero si hasta has estado jugando al dominó contra él.

-Uh -rezongó el arquero, mientras masticaba unas palabras-. Alguien tendrá que detenerle, Alquyn me convocó por algo.

-Ah, seguro que ese Alquyn también habló con el gnoll. Ni muerto para quieto ese canalla.

-Jejeje, ya sé… ¿te acuerdas cuando nos hizo entrar en aquella cueva?

-No nos quedó ni una poción. Y resulta que el dragón estaba de paso y que el tesoro ni era suyo.

-Y cuando…

-…entramos en la ciudad de las arañas.

-Jajaja, justo estaba recordando esa.

-Se camufló entre las sombras y tuvimos que hacer todo el trabajo sin él. Envenenados, apaleados… Y, de repente, aparece corriendo y tira de nosotros para que salgamos corriendo: que tenía el báculo y ni se ensució…

-Era un cabrón -rio el anciano, mientras se sentaba en una silla.

-Sigue siéndolo, sigue…

-Pero -alzó los ojos vidriosos. Se le habían aguado mientras reía-, me apetece ir, aunque sea una vez más. Ver a los viejos amigos, a los viejos enemigos.

-Con el tiempo no son tan diferentes…

-No…

-Aguanta un poco en esa silla, no te vayas a caer.

María salió de la casa y Daniel se quedó mirando su arco. Lo sopesó sobre sus piernas, tañó su cuerda como si fuera un arpa y suspiró. Su hijo había partido en la cruzada contra el emperador de los Renacidos. Lo que hubiera dado Daniel por tener que usar esas flechas romas que lastimaban a los no muertos. O su maza para quebrarles los huesos. El riesgo siempre estaba presente, pero las historias quedaban fijas, incluso tras tantos años…

Le interrumpió su pensamiento la apertura brusca de la puerta.

-Maldito bastardo, ¿ibas a intentar detenerme?

-¡Oh, sí! -respondió Daniel alzándose de un respingo, con su arco empuñado al frente-. Vas a detener tus fechorías de una vez y para siempre.

-¿Y qué harás sin tus flechas contra mí y mi ejército de gente libre? -se jactó el gnoll hinchando su pecho y señalando el arco inútil.

-Te obligaré a entregarme la gema antes de que los convoques, bribón.

-Ah, la gema. Es cierto. Tengo que ir a buscarla…-masculló.

-¿No la tienes?

-Alquyn me encargó esta noche que la buscara para molestar a los muertos.

-Ese canalla…

-Ese canalla -dijo el gnoll avanzando, cuando María lo empujó para entrar a su casa.

-¿Una partida? -preguntó la vieja mientras ponía el dominó en la mesa y le acercaba una silla al perro antropomórfico.

-Quien gane, se queda con la gema -respondió Daniel sentándose con esfuerzo.

-Trato hecho -respondió el Rey Gnoll renqueando de una de sus patas.

El hechizo permaneció en el aire hasta que el atardecer dio paso a la noche. Otra noche. Y otro día más de calma para María.

Qué le diré yo al hombre

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¿Qué le diré yo al hombre
si yo fui quien le dio el hambre
con que horada la tierra y la carne
sin remordimiento?

¿Qué puedo decirle al hombre
si soy señor de sus instintos
primarios y de sus metas,
si soy su Uno y su Todo?

¿Cómo se me ocurriría culparle
de las máculas de su alma
si se la presté ya usada
con los pecados impuestos?

¿Qué le diré yo al hombre
que el hombre propio no se diga;
si fue el agitar de su conciencia 
el que me conformó en su vida?

Lluvia

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Quiero empaparme en esa lluvia que disuelve
los pecados, que perdona nuestras culpas.
Esa lluvia inexplicada por la ciencia. 

Esa lluvia que anticipan nubes negras
que una vez y otra aparecieron 
anegando nuestros cielos expectantes. 

Esa lluvia que me debe, quizá, el karma,
o, quizá, que me debo yo a mi mismo.
Esa lluvia de imperfectas experiencias. 

Quiero empaparme en esa lluvia porque tuve
chaparrones de conciencia inesperados;
cielos oscuros que invocaban la conciencia. 

Esa lluvia, antes inútil, es perfecta:
irrigará de paciencia nuestros campos.