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Una mañana cualquiera, y no es una palabra azarosa, Caperucita Roja se levantó con intención malograda de no hacer nada. Le habría gustado quedarse reposando en la cama, pero su sentido de la responsabilidad no lo hubiera hecho posible. El sentido de la responsabilidad, en este caso particular, tenía un nombre: Mamá. Consciente de que enfrentarse a Mamá lo único que traería son consecuencias catastróficas, como un cargo de conciencia a base de capones, decidió, por tanto, que lo más sensato para el bienestar de Caperucita Roja era hacer lo que debía. Y ese deber inculcado era cuidar de su abuelita Loebesum.

Siguiendo una tradición de generaciones, esta loable señora vivía aislada en el interior del bosque, donde la emergencia de beneficiosas propiedades curativas y sanatorias la mantenía en una precaria estasis de salud física y mental siguiendo el famoso dicho de: “mujer enferma, mujer eterna”. Cubriendo las atenciones necesarias, un médico llamado Demókrato, un anciano venido de la Antigua Grecia, se dedicaba noche y día a cuidarla y acompañarla, de forma que Loebesum no se expusiera a ningún mal innecesario. Demókrato, sin embargo, no disfrutaba en absoluto de su trabajo, puesto que Loebesum era una carga inaguantable la mayor parte del tiempo. Quien únicamente disfrutaba en su presencia era la pequeña Caperucita Roja. Pero Caperucita Roja no siempre tenía tiempo para Loebesum,  y no se preocupaba de continuo por ella. Por ello era Demókrato, por obligación hipocrática y una considerable suma de dinero, quien se encargaba de sus cuidados.

Pero a Demókrato lo que realmente le interesaba era Caperucita Roja y siempre que ella venía a visitar a su abuela aprovechaba para pasar largos ratos hablando con ella. Gracias a su gran habilidad para la retórica, Demókrato tenía encandilada a Caperucita, que estaba convencida de que nadie mejor que el griego era capaz de cuidar a su abuelita. Le hablaba de lo importante que era mantener a Loebesum sin contactos innecesarios que sólo la contaminarían, de que demasiado tiempo junto a ella podía perjudicar seriamente su estado de salud y, sobre todo, de que juntarla con otras posibles abuelitas, reuniéndose numerosas “caperucitas” con sus ancianas “loebesums”, lo único que traería consigo era conflictos, enfermedad y pérdida de muchas abuelitas.

Pero este día cualquiera, retomando el principio del cuento, Caperucita tenía la obligación de ir a visitar a su abuelita por orden de su sentido de la responsabilidad. Así que se puso su famosa capa roja, con caperuza sanguina, sus botas del color magenta, su camisita grana y una cesta, marrón. Sí, porque no todo era rojo en Caperucita. Y de esta guisa, llevo el guiso de su madre por el camino corto del bosque hasta casa de su abuelita. En el camino hacia “Villa Loebesum” (pues cada uno a su casa puede llamarla como quiera), Caperucita se encontró con un macilento animalejo. En otros tiempos, quizá, habría sido un portentoso lobo, de pecho amplio y velludo, con los dientes como puñales y las patas grandes como columnas. Pero lo único que quedaba de aquel supuesto pasado glorioso eran unos ojos brillantes, llenos de inteligencia maligna. Pero Caperucita, inocente y culpable, no fue capaz de realizar una lectura correcta de su mirada y aquel animal, que no daba miedo, despertó su curiosidad.

– Hola señor lobo – canturreó Caperucita, acercándose a la alimaña.

– Señor Logos, por favor – respondió con voz grave de tenor.

– De acuerdo: señor Logos. Estaba paseando por el bosque y le he visto renqueante, caminando como en círculos. ¿Está usted bien?

– Sinceramente, mejor que nunca – respondió Logos.- Caminar en círculos mejora mi salud considerablemente, aunque suelo hacerlo cuando nadie me ve.

– Oh, vaya – se disculpó, infantilmente, Caperucita.- Siento haber malinterpretado su terapia y haberla interrumpido.

– No, por favor, no te disculpes – dio dos pequeños pasitos hacia ella y se dejó caer sobre su abdomen.- Me gusta caminar en círculos, pero aún mejor es hablar con alguien tan joven e inocente como tú. Es aún más beneficioso, ¿sabes? – caminó, con la cabeza en el suelo, arrastrándose con sus patas delanteras, en señal de sumisión.- Estoy demasiado acostumbrado al contacto con ancianos; tanto que, al final, se me pega.

Las palabras del sr. Logos parecían ser reales, puesto que conforme fue acercándose de palabra y de físico a Caperucita iba recuperando un aspecto más juvenil. Seguía, no obstante, siendo un animal raquítico, estrecho de cadera y con las costillas marcadas.

– Aún no me has dicho tu nombre, niña – dijo el lobo endulzando la voz hasta convertirla en empalago.

– Me llaman Caperucita Roja por mi…

– Pero ése no es tu nombre, ¿verdad? – interrumpió la respuesta, aunque lo hizo con un tono sutil que no resultó en absoluto ofensivo.

– Mi nombre real es Demé – dijo Caperucita.

Logos se levantó y olisqueó a Demé, que se había sentado, recogiendo su bermellona falda bajo sus rodillas. Resultó que a Logos le gustó Demé: no sólo su aspecto era inocente, sino también su olor. Se dejó acariciar por Caperucita, de forma que ella pensara que Logos podía ser su lobo. La pelambrera de Logos estaba mojada, pero cada vez tenía mejor aspecto.

– ¿E ibas a alguna parte en tu paseo, Demé? – preguntó Logos, con la cabeza reposando sobre el muslo de Caperucita.

Caperucita no dudó en contestar:

– Iba a ver a mi abuelita Loebesum y a llevarle una cestita con comida y medicinas.

La oreja de Logos hizo un movimiento de alarma, aunque el resto del cuerpo permaneció bajo el control del animal sin reaccionar por lo que Demé lo adjudicó automáticamente a la molestia de algún insecto. Tras proseguir cierto tiempo en la misma postura, hablando con Caperucita con un tono de voz relajado y dejando que Demé decidiera los temas de conversación, se disculpó y dijo que debía marcharse. Eso sí, no sin antes asegurarse de que llegaría a casa de Loebesum antes que Caperucita:

– Bueno, señor Logos, si usted se va yo iré a casa de mi abuelita, que me he distraído largo rato y estará esperándome.

– Tienes razón, Demé. Si crees que debes ir a ver a tu abuelita y a llevarle tu cestita adelante. Pero ya que vas a llegar tarde, yo no tomaría el camino recto. Total, un poco antes o un poco más tarde, va a seguir siendo tarde igual.

– ¿Ah, no? ¿Y qué haría usted señor Logos?

– Llevarle algún regalo a tu abuelita.

– A lo mejor tiene razón, pero… ¿dónde compro yo un regalo ahora mismo?

Al lobo se le indujo una sonrisa maquiavélica que logró controlar con un carraspeo.

– No tiene por qué ser un regalo al uso. A tu abuelita le haría muchísima ilusión que le adornaras su casa con flores. Villa Loebesum – pues Caperucita le había revelado el nombre – llena de flores bellísimas sería preciosa.

A Caperucita se le alegró el rostro. Siempre había imaginado a su abuelita Loebesum adornadísima y feliz en su casita, protegida por Demókratos, y radiante.

– Las mejores flores – continuó Logos – son sin duda alguna las del camino del Sur. Allí puedes encontrar flores de diferentes tamaños y colores, de todas las variedades, variegaciones e, incluso, variantes de éstas y de las otras.

A Demé ya le daba igual lo que le dijeran, todo le sonaba a belleza para Loebesum, así que despidióse corriendo de Logos y fue canturreando al camino del Sur, entre saltitos.

En cuanto Demé estuvo fuera del alcance de su vista y viceversa, Logos comenzó a caminar con paso cansino hacia Villa Loebesum. Aunque había rejuvenecido en parte, todavía estaba demasiado cansado para ir corriendo. A mitad de camino recogió una bata y un fonendoscopio y, echándoselos a la espalda, completó el camino hacia la casa.

Caperucita llegó poco más tarde, con un inmenso ramo de flores que distribuyó alegremente por la casa en cuanto Demókratos le dejó entrar. La abuela permanecía en cama, arropada hasta el cuello y el médico griego le dijo a Caperucita que no se le acercara, que estaba suficientemente sana pero no le convenía el contacto con Demé. Para mejorar su salud, lo mejor que podía hacer era adornar la casa con las flores, dejar la comida y la medicina, e irse de vuelta con su madre.

– Demókratos se quedará a cuidarla, no te preocupes – dijo el doctor.

Loebesum permanecía callada y adormilada en su lecho, sin ser muy consciente de lo que sucedía a su alrededor. Demókratos fue hacia la puerta, en un gesto, sin subterfugios, para indicarle a Caperucita que debía abandonar Villa Loebesum.

Pero Demé, a veces, se comportaba como una niña y quiso correr a darle un beso a su abuelita para despedirse hasta la siguiente vez que fuera y el doctor sólo pudo agarrarla de la capa cuando estaba al lado de la cama y tiró de ella para apartarla. Caperucita, en un intento desesperado de luchar contra la fuerza de Demókratos, se agarró a la sábana que cubría a Loebesum y la arrastró consigo en su caída. Al retirar la sábana, vio el cuerpo magullado de su abuela, lleno de heridas y cortes y creyó distinguir lo que parecía, claramente, una dentellada de lobo.

Al girarse, asustada, inocente e incapaz de asimilar lo que había sucedido, vio cómo Demókratos se estaba convertido en una quimera. Parte de su cara aún era la del anciano médico, pero también se encontraba ya, en parte, la mirada del lobo que había visto en el camino. Con su cuerpo y sus espasmos de transformación, el médico bloqueaba completamente el camino de Demé hacia Loebesum, por lo que a falta de otra posibilidad y temiendo por su vida, Caperucita tuvo que salir corriendo de casa de su abuelita.

Como era de esperar, en cuanto acabó la transformación, el Logos feroz corrió tras los pasos de Demé. Había recuperado parte de su fuerza y era más que suficiente para dar alcance a la niña y descuartizarla. De hecho, a punto estuvo de ser así cuando, de pronto, una sombra inmensa chocó contra el lateral de la bestia y la mandó volando por los aires.

Al lado de caperucita se encontraba un cazador del bosque. Un hombre de dimensiones inconmensurables, todo fuerza y juventud, armado con un cuchillo de desollador y sin ninguna piedad reflejada en su fiero rostro. Pero en sus ojos brillaba una inteligencia educada. Su nombre, supo Demé cuando se presentó, era Nèokathestoós aunque por complicaciones de dicción y de escritura, le seguiremos llamando “el cazador” a partir de ahora.

El cazador y el lobo se miraron desafiantes. Se reconocieron en seguida aunque no se habían visto nunca. El lobo, quizá, se reconoció a sí mismo hacía mucho tiempo y el cazador vio una cierta familiaridad en la mirada del lobo que pudo sentir como propia o como producto de un advenir posible. Esta visión, que en principio hubiera podido ser el inicio de una solución pacífica, despertó en ellos una mayor agresividad.

Antes de atacar, el Logos feroz se lamió la herida que el cazador le había realizado con su inesperada carga al tratar de perseguir a Demé. Enfurecido se lanzó sobre el cazador y lanzó una dentellada al aire al apartarse éste de un salto.

– Deja de perseguir a ¿cómo te llamas? – preguntó el cazador dirigiéndose a Caperucita.

– ¡Demé! – respondió ella a voz en grito, sin saber por qué.

– Deja de perseguir a Demé, ¡maldita bestia! – gruñó el cazador antes de lanzarse sobre el lobo y cortarle una oreja con su cuchillo de desollar.

El logos feroz se revolvió y se apartó antes de que el corte del cuchillo fuera fatal.

– Yo llevo cuidando años de Demé y Loebesum, ¿quién te crees tú que eres para decidir sobre ellas? – contestó el lobo y se lanzó sobre el cazador, aunque antes de que llegaran sus dientes a clavarse sobre él, respondió, esgrimiendo su cuchillo.

– El tiempo que lleves no importa, ya que no cumples más esa función. Ahora dañas a Loebesum y persigues a Demé.

El tajo esta vez recorrió el lomo completo de la bestia, revelando el blanco de algunos de sus huesos. El grito de dolor fue tan humano que estremeció incluso al propio cazador.

– Mis métodos han protegido a Loebesum de la muerte por abandono y frente a mil agresores como tú y otras loebesums han sido aniquiladas por dejarlas en manos inadecuadas. ¿Qué defensa propones para la abuela y la niña? – el ataque del lobo esta vez fue aún más fiero y la reacción del cazador fue tardía.

Como resultado, las fauces del animal se clavaron en su hombro desnudo y un zarpazo desgarró uno de sus pectorales convirtiéndolo en un amasijo de jirones de carne. Un empujón del gigantón bastó para alejar al animal, pero claramente el ataque había sido fructífero.

– ¡Yo soy el nexo que mantiene la unión entre Demé y Loebesum! – atacó de nuevo el lobo, envalentonado y reforzado tras haber herido al cazador.

Pero esta vez el cazador reaccionó a tiempo y se apartó:

– ¿Y eres realmente un nexo necesario o cualquier nexo valdría? – el tajo del cuchillo le arrancó una de las peligrosas zarpas al lobo, que se alejó cojeando a una distancia prudencial.

Carente de las cuatro patas para poder correr y saltar, el gruñido del lobo era amenazante, pero ya se encontraba vencido. Sólo era cuestión de tiempo que el cazador lo aniquilara.

– ¿Y qué sucede cuando el nexo se considera a sí más importante que a los sujetos que quiere unir? – otra de las zarpas salió volando y el cazador continuó:

– ¿No sería igualmente válido dejar que Caperucita cuidara ella misma de su abuelita? – volaron la cola y una de las patas traseras. El cazador ya no atacaba al centro del logos feroz, sino que jugaba a su antojo:

– Y si, consideramos que caperucita no busca siempre el mismo trato con su abuelita: ¿acaso no resultaría lógico que dejara a su abuelita vivir a su antojo y que estuviera cuanto tiempo quisiera con ella sin que un nexo decidiera cuál es la mejor forma de comunicarse?

Y con un último tajo atravesó el cráneo del lobo, que ya hacía rato que había sucumbido y esperaba el golpe de gracia. En cuanto el cazador extrajo su cuchillo, el lobo volvió a su forma original de médico griego y allí mismo enterraron, entre el cazador y caperucita, a Demókratos.

Ambos fueron a casa de la abuelita, acompañándose mutuamente. A mitad de camino, Nèokathestoós (lo repito para que no se olvide que el hombre tiene nombre, no porque quiera romper con la regla de la lectura comprensiva que había instaurado pocos párrafos atrás) tuvo que detenerse, pues la pérdida de sangre que le producían las dos heridas era tan grave que podía morir en aquel mismo instante.

– Demé, querida… – comenzó, tras haberse sentado apoyando su espada contra el tronco de un árbol.

– Dime, cazador – respondió diligente Caperucita.

– ¿Sabes dónde se puede encontrar la flor de la salud? – preguntó en un quejido.- La necesito para un emplasto, que cure mis heridas. Si no, moriré aquí mismo.

Dudó un instante, pero no sobre dónde se encontraba la flor de la salud sino sobre si merecía la pena salvarle la vida al cazador. Recordaba la historia que le contaba Mamá sobre cuando Demókratos había envenenado a un lobo anterior llamado Autarkos y que éste, al comprobar el griego si había muerto del todo, le lanzó una dentellada brutal que el propio médico tuvo que curar.

Pero al encontrarse en deuda con el cazador, finalmente se decidió por ayudarlo. Caperucita había vivido siempre en el bosque y, aunque no conocía la forma de aplicación de las plantas, sí sabía las propiedades curativas de muchas aunque sólo fuera por habérselas oído nombrar a Demókratos. Así pues, corrió por el bosque hacia donde sabía que estas plantas crecían y le trajo un buen puñado de flores al cazador. Éste masticó las flores, extrayéndoles su jugo y las dispuso como cataplasma sobre las heridas, que inmediatamente se cerraron. Se cerraron, sí, no cicatrizaron. No quedó ni rastro de las heridas que había sufrido del lobo.

Y, en cuanto pudo ponerse en pie, recorrieron lo que quedaba de camino. Una vez en casa de la abuelita, Caperucita se dio cuenta de que su estado de salud era paupérrimo. Demókratos la había tratado durante años pero los últimos tiempos había cometido con ella vejaciones terribles.

– Incluso, aunque no las hubiera cometido, Demé – dijo el cazador -, no era él quien debía cuidar de Loebesum, sino tú. Así que trata de cuidarla a partir de ahora, con cariño y responsabilidad.

Cuando el cazador se dirigió hacia la puerta, Caperucita le gritó que se detuviera.

– ¿Cómo he de curarla? – preguntó la niña.

En la mente de Nèokathestoós brilló una pequeña lucecita de malicia:

– ¿Viste como me curé en el bosque? – preguntó, sabiendo que la responsabilidad de curar a Loebesum era excesiva para tan corta experiencia.

– ¡Pero no sabría imitarlo! – lloró Demé.

– No puedo enseñarte así, tan de repente, y con tan poco tiempo – e hizo ademán de marcharse.

– ¡Cuídala tú, por favor! – gimió Demé.- Por lo menos hasta que se recupere…

El cazador puso la cara que correspondía a las circunstancias y, finalmente, como obligado por los acontecimientos le dijo que aceptara.

– Pero mientras la esté curando tendrás que venir a verla, al menos, dos veces por semana.

– ¡Eso es más de lo que pedía Demókratos! – alegó Caperucita – Está bien, vendré a menudo.

El cazador sonrió, una vez que Caperucita estuvo fuera del alcance de su vista y viceversa. Allí estaba, cuidando de Loebesum, en la casa de la abuelita. Un sueño al que siempre había aspirado… ¡Y con el consentimiento de Demé! Es más, no con el consentimiento, sino con la petición explícita de ésta.

Comenzó a poner emplastos que curaron en apariencia las heridas de Loebesum, que volvió a sentirse suficientemente ágil como para dar paseos por dentro de su casa y hacer alguna corta incursión por los alrededores, pero siempre acompañada del cazador.

Una noche cualquiera, y no es una palabra azarosa, Nèokathestoós se dio cuenta de que, donde deberían haber estado las cicatrices de Demókratos, le estaba creciendo un vello gris y duro.